1 de marzo de 2013

EL MIEDO

Un sujeto experimenta miedo cuando la presencia de un peligro le provoca un sentimiento desagradable, aversivo, inquieto, con activación del sistema nervioso autónomo, sensibilidad molesta en el sistema digestivo, respiratorio o cardiovascular, sentimiento de falta de control y puesta en práctica de alguno de los programas de afrontamiento: huida, lucha, inmovilidad, sumisión.”  Juan Antonio Marina

Estoy en un descampado cercano a mi casa con unos amigos. Tenemos nueve o diez años y estamos jugando al escondite, nos adentramos en un terreno poco conocido para nosotros en busca del otro grupo que se ha escondido por la zona. De pronto, a lo lejos, vemos a un perro acercarse corriendo hacia nosotros en disposición de ataque. Mi organismo pone en marcha los mecanismos de alerta, las glándulas suprarrenales vuelcan adrenalina al torrente sanguíneo provocando en mi distintas manifestaciones fisiológicas: temblor, sequedad en la boca, taquicardia, sensación de ahogo, visión borrosa, sudor frío, sensación de irrealidad...es decir, siento miedo.

Durante el corto periodo que el perro ha tardado en llegar a donde nos encontramos nos ha dado el tiempo suficiente para situarnos en círculo agarrados los unos a otros (literalmente, ya que nuestros dedos se sujetaban a los brazos y hombros cercanos como garras de animales desesperados), posiblemente en un intento de unión ante la adversidad y a adoptar una de las respuestas de temor prefijadas en nuestra naturaleza animal, la inmovilidad. El perro comienza a dar vueltas alrededor del círculo y de pronto se detiene a olisquear mi pierna, quiero salir corriendo, pero noto como los músculos de todo mi cuerpo se endurecen como afianzándose en esta inmovilidad, en ese mismo instante, la amiga que tengo a la derecha comienza a correr no pudiendo soportar la presión del predador y éste se ceba con ella. La consecuencia de esta elección involuntaria fueron varias brechas abiertas en la cabeza y el cuello peligrosamente cercanas a la yugular. Todos salimos vivos, pero con huellas más o menos profundas en nuestro ser.

En esta vivencia aparecen representadas tres de las cuatro respuestas prefijadas por la naturaleza ante una situación de peligro y que se activan por el miedo: la inmovilidad, que fue nuestra primera reacción conjunta, la huída, que emprendió mi amiga no pudiendo sostener la tensión impuesta por el predador y el ataque, la del perro que vio invadido su territorio por un grupo de desconocidos. Existe una cuarta respuesta, la de sumisión.

El miedo descrito aquí, es un miedo que surge como consecuencia de un peligro real y está claramente definido. El peligro era un animal en disposición de ataque, y lo que peligraba era nuestra integridad física y en última instancia, nuestra vida.

Pero no todos los miedos surgen como consecuencia de un peligro real, de hecho, muy pocos lo hacen. El origen de la mayoría se encuentra, como dice el filósofo Krishnamurti, en la combinación del pensamiento y el tiempo, ya que se sustentan en fantasías sobre el pasado o el futuro y no en el contacto con el aquí y el ahora. No obstante, lo que sí es real en todos los casos es la experiencia subjetiva de ese miedo y es con esta subjetividad y su repercusión en la vida de cada persona con lo que trabaja el terapeuta gestáltico.

Así, podemos distinguir entre los miedos adaptativos, aquellos que van en favor del organismo y los miedos neuróticos, los que impiden a la persona ajustarse de forma creativa a su entorno y crecer.

El miedo adaptativo aparece ante una amenaza real que se da en el momento y lugar presentes, poniendo en marcha los mecanismos de respuesta necesarios para preservar nuestra integridad personal, favoreciendo nuestra supervivencia y crecimiento.

El miedo neurótico tiene su origen en una amenaza imaginada, ya sea porque no existe en absoluto o porque la persona la ha magnificado en su intensidad o frecuencia. El cerebro envía el mensaje de peligro al organismo, que pone en marcha los mecanismos de alarma necesarios para inducirnos a la acción con intención de proteger una integridad que en este caso, no está en peligro. Por lo tanto, cuanto menos, supone un gasto de energía y tiempo innecesarios, además de un sufrimiento que podemos ahorrarnos; en las situaciones más extremas puede convertirse en miedo patológico llegando a condicionar nuestra vida entera, como por ejemplo, en los casos de agorafobia en los que la persona no es capaz de salir de su casa al exterior.

Pero, ¿cómo llegamos a imaginar amenazas inexistentes? Mencionaré tres fundamentales:

Como consecuencia de un trauma no asimilado. El miedo neurótico puede partir de una situación de peligro real, un hecho traumático que la persona no pudo asimilar en su momento y ha quedado inconcluso. Así, aparecerá una y otra vez en su vida en las distintas situaciones que de un modo u otro la evoquen, distorsionándolas y por tanto, impidiéndole cerrar las gestalt que se le presentan en el camino y crecer. Esto sucederá hasta que pueda cerrar la gestalt que en su momento quedó inconclusa. 

El miedo se aprende. Los padres trasladamos a nuestros hijos nuestros propios miedos, ya sea a través de mensajes verbales explícitos “¡cuidado con los extraños!”, como con mensajes no verbales, temblor, miradas asustadas, evitación corporal...ante una situación determinada. Sucede así incluso en aquellos casos en los que no somos conscientes de que los sentimos. El niño entiende esas situaciones como peligrosas, y aprende a temerlas por imitación.

Como consecuencia de interacción familiar. Muchos temores surgen dentro del contexto interaccional de la familia, que asigna un lugar a la persona, a través de una red de proyecciones que pueden favorecer y mantener el miedo en uno de sus miembros.

En la gestalt entendemos que, con independencia de cómo haya surgido el miedo, el objeto temido es una característica de la personalidad del individuo que éste proyecta en el exterior.

El modo de abordarlo es responsabilizarnos de nuestro miedo, trayendo al presente la situación temida y/o el termor en sí mismo y entrando en contacto con él plenamente. El contacto pleno nos permite hacer nuestro el aspecto negado, dejando de estar así bajo su dominio y pudiendo completarnos como personas, en definitiva, liberando una energía que queda disponible para vivir una vida más rica.

Ttala Lizarraga Arteaga




















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